Mahābharata
Una versión de
Michael Dolan, B.V. Mahāyogi
Romance Hindu XII
La Incredible y Triste Historia de un Amor Prohibido Por los Dioses:
Nala y Damayanti
Nala y Vahuka: El Enano Mágico
Mientras el extraño príncipe serpiente
desaparecía en el bosque, Nala quedó confundido. Su cuerpo ardía con la
mordedura de la serpiente.
Pero al correr el veneno por sus venas, su
cabeza se aclaró por primera vez en días. Se vio a sí mismo de nuevo en el
espejo de agua y vio el rostro feo de un viejo enano retorcido con dientes de
conejo y cejas pobladas. Una barba negra como el carbón completaba su horrible
apariencia. Gordo y chaparro, estaba vestido como conductor de carreta. Ni su
propio auriga, Varshneya, estaba mejor vestido. Se preguntaba qué habría sido
de Varshneya.
De pronto recordó a Damayanti. ¿Qué había
hecho? ¿Qué lo poseyó para abandonarla en el bosque? Conforme disminuía la
influencia de Kali, su consciencia le pinchaba. Pero no era momento de
lamentarse. El veneno de la serpiente se movía a través de su cuerpo, animando
sus pasos. ¿Qué había dicho el príncipe Naga? Que debía ir a la ciudad de
Ayodhya, en donde algún día el Señor Rama gobernara muchos años atrás. Ahí
esperaría el momento oportuno hasta que llegara la hora de recuperar su reino.
Aún había esperanza.
Se puso de pie y se sacudió el polvo. El
olor acre de madera quemada todavía flotaba en el aire. Pero el sol se elevaba
sobre las montañas y pudo ver la senda a Ayodhya a través de la niebla.
“Mi nombre ahora es Vahuka”, pensó Nala.
Miró hacia el reflejo de su imagen en el arroyo, sonrió. “Sí, el Naga tenía
razón. Este es el disfraz perfecto. ¿Quién me reconocerá? Tomaré la senda hacia
Ayodhya y buscaré ahí al rey. ¿Cuál era su nombre? Rituparna. Iré a ver a
Rituparna y entrenaré sus caballos por un tiempo”.
Y fue así que Nala, en la forma del enano
Vahuka, empezó a descender por el camino que conducía hacia Aydhya, tras unos
días arribó. Atravesó la gran puerta de la ciudad y llegó al palacio del rey
cuyo nombre era Rituparna. “Vahuka es mi nombre” cantaba, “y los caballos mis
juego”.
Quiso la suerte que el propio Rituparna
entrara en ese instante al patio del palacio, sentado en su carruaje. Pero los
caballos estaban disgustados. Halaban la carroza en todas direcciones.
“¡Alto!” dijo el conductor de la carroza
mientras halaba las riendas. Los caballos corcovearon mostrando sus dientes
blancos. Se rehusaban a obedecer. El carro se volcó.
Justo entonces el rey vio al enano, robusto
y musculoso, de pie ante los furiosos caballos. Quien colocandose los dedos
regordetes en la boca silbó a través de su barba. Los caballos lo miraron.
Sacudieron sus crines. Susurró un mantra en una lengua extranjera. Los caballos
plantaron sus cascos y agitaron sus colas y luego quedaron quietos, como
reflexivos. Se acercó entonces al enfurecido semental negro. Incapaz de
elevarse más palmeó las patas del caballo. “Quieto”, dijo. “Soy yo. Tranquilo
ahora. Muy bien”. El caballo permaneció quieto, feliz de recibir el afectuoso
contacto de Vahuka el enano.
Tras calmar los caballos, el poderoso enano
se inclinó sobre el rey y levantó la rueda del carro que le aplastaba el pecho.
Ayudó a Rituparna a ponerse de pie. “¿Quién eres?” dijo el rey con una sonrisa,
mientras se sacudía el polvo.
“Mi nombre es Vahuka, y los caballos son mi
juego”.
“Eso veo”, dijo el rey. “Llegas justo a
tiempo. “Me temo que mi auriga no está muy experimentado”.
Para entonces el conductor había regresado,
escarmentado por el accidente. “¡Jivala! Regresa” dijo el rey. “Conoce a
Vahuka. Es nuestro nuevo entrenador de caballos. Puedes aprender mucho de este
hombre” Volviéndose hacia Vahuka, el rey dijo, “Nos ayudarás ¿no es así?”
Vahuka el enano mágico se inclinó ante el
rey. “Permite que me presente”, dijo. “Soy Vahuka, nadie en la tierra se iguala
a mí en domar sementales salvajes, en enganchar a un carro caballos de fuego o
en la carrera de caballos. Doy consejos sabios en asuntos de Estado y no soy
ajeno al uso de las armas. Soy experto en las artes culinarias. Con un simple
contacto, produzco fuego”.
Y de hecho hizo aparecer chispas volando
con un chasquido. Las chispas volaron hacia la paja seca que estaba junto al
carro. Las brasas se desplegaron por una brisa ligera y estallaron en una llama
sutil.
“También puedo atraer agua desde cualquier
sitio” Y chasqueando de nuevo los dedos tocó la tierra y un hilo de agua brotó
desde el suelo y extinguió el fuego.
Jivala, ahí parado, estaba asombrado.
“¡Este enano es verdaderamente mágico!” dijo al rey.
Vahuka continuó, “Soy bien conocido por mi
arte culinario. Estaba de camino hacia Vidarbha o tal vez Nishadha, porque esos
reinos tienen buena reputación, pero como tengo cariño al Señor Rama, no podía
omitir visitar el hermoso Ayodhya, el reino de Rama”.
Y el Rey Rituparna dijo, “Oh Enano Mágico,
Vahuka. Has mostrado destreza con los caballos. Estoy seguro de que tienes
tanta experiencia en la cocina como la tienes en el establo. Quédate con
nosotros en Ayodhya. Ayúdame con mis caballos. Te pagaré en monedas de oro y
plata del reino. Te nombraré amo del establo. Jivala aquí te asistirá en todo
lo que necesites”.
Vahuka se inclinó una vez más con ostentosa
reverencia. “Como lo desee, señor”, dijo.
Damayanti Vaga por el Bosque
Y así, Damayanti viró hacia el norte, a lo
largo del río cristalino, que fluye hacia el mar, hasta que llegó a la montaña
sagrada. Los picos altos subían al cielo. La montaña sagrada estaba surcada de
vetas de metales preciosos como el oro y la plata. Entre sus riscos corrían
riachuelos claros llenos de ópalos y piedras preciosas y sagradas. Y a través
de esas colinas se movían elefantes, regios en su porte.
Y mientras caminaba la consolaban las
exóticas melodías que cantaban pájaros extraños. No había palemeras aquí, sino
altos y majestuosos árboles perennes que se elevaban desde el suelo. Mariposas
naranjas volaban entre las jamaicas florecientes mientras caminaba por los
huertos de árboles cargados de frutos dorados.
Damayanti estaba perdida. Se mantenía con
los frutos dorados, continuaba su camino. Pero, ¿era éste el camino hacia
Vidarbha? ¿O Ayodhya? ¿O vagaba sin rumbo adentrándose más y más en el bosque?
Sintió que caminaba en círculos, perdida y
olvidada. ¿En dónde estaba Nala? ¿En dónde su rey arrogante? Enloquecida de
dolor miraba a su alrededor consultando a los árboles del bosque, decía, “O
majestuosos señores del bosque, libérenme de mi miseria. Muéstrenme el camino
hacia mi rey. ¿En dónde está Nala?
Y mientras pasaba entre los árboles de
frutos dorados, caminó tres días más hacia la región del norte y poco a poco
llegó a un bosque de árboles de Ashoka. En esos bosques sabios santos habían
hecho su ashram.
Ahí, grandes maestros como Brihigu y Atri y
Vasistha habían vivido de vez en cuando, llevando a cabo sus votos de
penitencia y austeridad. Entre esos sabios había yoguis místicos quienes vivían
del aire y el agua, vestidos con la corteza de los árboles, buscando la forma de
vivir correcta y la senda de la inmortalidad. Algunos usaban pieles de venados
y se sentaban en posición de loto en asientos de hierba kusha, meditaban en la
naturaleza divina. Y cerca de ellos las vacas pastaban. Los monos jugaban en
los árboles ashoka. Loros multicolores cantaban en ritmo sánscrito. Y ahí las
almas santas tenían su morada hecha de madera. Bocanadas de humo se elevaban de
sus chimeneas, calentando el aire frío.
Pero mientras vagaba largamente, el valor
de Damayanti se restableció. Su frente hermosa brillaba. Una sonrisa llena de
gracia adornaba sus labios rojo cereza. Sus largas trenzas negras se movían con
la brisa. Su desgarrado sari apenas y ocultaba sus delicadas caderas y su
adorable pecho cuando pasó al círculo de los santos ahí reunidos. Y Damayanti
se maravilló al ver la reunión de santos refugiados en el follaje verde de los
árboles ashoka. Al ver a la noble princesa entrar al bosquecillo, los sabios
salieron de su meditación y la saludaron.
“Bienvenida, hija mía”, dijo uno. “Ahora
estás en casa, hija mía”, dijo otro.
Así reconocida por la reunión de esas
grandes almas, la perla entre las mujeres, Damayanti tomó refugio en el ashram
de la montaña. Se le ofreció un asiento y algo de comida de la ofrenda sagrada,
prasadam. “Por favor siéntate”, dijeron. “Dinos, ¿cómo nos has encontrado?
¿Cómo llegaste aquí? ¿De dónde has venido y cuál es tu propósito?”
“Oh Santos, ustedes de verdad son
bendecidos, viven entre almas santas, siguen una vida de dedicación a lo
divino. Ustedes están benditos con sus fuegos de sacrificio, su sagrada
adoración. O inmaculados, su servicio desinteresado es una bendición incluso
para las bestias y los pájaros. Pienso que Dios en su misericordia infinita les
ha bendecido tanto es sus deberes como en sus hechos”.
“Todo es Su gracia”, contestaron ellos.
“¿Eres la diosa de este bosque o del río? Tu belleza es deslumbrante. Has de
ser un ser divino. ¿O eres la señora de la montaña, que nos bendices en tu
forma humana?
“No soy diosa”, dijo ella. “Tampoco ninfa
del río ni apsara. Soy sólo una mujer. Soy Damayanti, esposa de Nala el gran
héroe y rey de Nishadha. Soy la hija del rey Bhima de Vidarbha, pero he perdido
el camino en esta bosque. No puedo encontrar a mi rey seguramente moriré de
dolor”. Y ella les contó a los sabios de su amor por Nala y de cómo los dioses
habían sido crueles y de cómo había perdido su reino apostando. “Él es un gran
rey, valiente en batalla, experto con los caballos, feroz en la guerra,
paciente en la paz. Es un buen gobernante para los pobres, castiga a los
malvados, amigo de los brahmanes. Espléndido como el rey de los dioses. De
hecho compitió por mi mano con el mismísimo Indra. Nala es un esposo y padre
generoso. De algún modo nos separamos. Y he vagado de aquí para allá en su
búsqueda. Pero me he perdido en este bosque. Y ahora temo que perderé mi ser.
¿Alguien ha visto a mi Nala? ¿Ha pasado por aquí el monarca de Nishada? Si no
lo encuentro pronto, tal vez abandonaré este cuerpo mortal y hallaré la
bienaventuranza celestial que todos ustedes buscan. ¿Cómo soportaré mi
existencia sola y en el exilio?
Los sabios dijeron: “Oh bendita. El momento
llegará. Lo vemos. Con poderes místicos podemos ver el futuro. Vemos que tu
futuro traerá felicidad. Vemos a Nala, el tigre entre los hombres. Tú estás a
su lado. Pero primero has de pasar por un largo período de dificultades.
Ustedes habrán de estar juntos de nuevo. Pronto verás a tu rey. Anota nuestras
palabras”.
Y así diciendo, los santos, con sus fuegos
sagrados desaparecieron ante sus ojos. En un instante desaparecieron los fuegos
de sacrificio. La ermita sagrada se desvaneció. Sus chozas humildes y sus
celdas de meditación desaparecieron. No salía humo de los sacrificios de fuego.
No dejaron cenizas. Incluso las vacas y los monos contentos que se balanceaban
en los árboles se habían ido, se esfumaron.
El suelo del bosque en el bosquecillo de
ashoka estaba desierto y polvoroso.
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