Mahābharata
Una versión de
Michael Dolan, B.V. Mahāyogi
Romance Hindu IX
La Incredible y Triste Historia de un Amor Prohibido Por los Dioses:
Nala y Damayanti
Abandonada
Nala bajó la cabeza y se cubrió el rostro
con las manos. Luchaba con la influencia de Kali, dijo, “Estoy maldito por los
dioses. Fui un tonto en desafiar su deseo. He ofendido a los dioses y ahora
quieren venganza. Abandóname a mi suerte. Desprovisto de toda mi fortuna y
reino mis enemigos me dejan a morir avergonzado en el bosque. No puedo ayudarme
a mí mismo. Hasta los pájaros se han llevado mi ropaje. Tienes que irte. Déjeme
a mi suerte”.
Se repuso y se levantó erguido, sacudió el
espíritu demoniaco por un momento. Dijo,
“Escucha, princesa y aprovéchate de mi
pérdida”.
Cuando empezó a caer la noche en el bosque,
Nala señaló a través de los árboles hacia el sur.
“Oh Princesa, ahí está la senda hacia el
sur, pasa por la ciudad de Avantī.”
Hizo un gesto hacia el este: “Rikshavān es
por ahí; ahí se halla la poderosa montaña Vindhya en donde habitan los
ermitaños y ahí está el río Payoshṇī que
corre hacia el mar”.
Apuntó hacia el oeste en donde el sol justo
besaba el horizonte. “Ese es el camino a
Kośala. Toma por esa senda y encontrarás el camino hacia Vidarbha. Toma
esa senda, pasa a travesando del valle de la montaña Vindhya y regresa a tu
hogar con tu padre amoroso, el gran rey Bhīma. Abandóname a mi suerte, la de
morir solo y hambriento, despojado, maldecido y condenado por los dioses”.
Exhausto, Nala se sentó bajo un enorme
árbol de higuera cubierto de horribles e intrincadas vides en el momento en que
callaban los pájaros. La oscuridad envolvió el bosque.
Damayanti se colocó ante el rey caído.
Escuchó el ululato de un búho. Pronto las creaturas de la noche empezarían a
merodear en busca de presa. Con una voz ahogada de dolor, dijo, “Oh Nala. Mi
corazón se bate como gorrión herido. O rey una vez orgulloso. ¿Cómo has llegado
a esto? Tal vez es verdad lo que la gente dice; estás poseído por un demonio
oscuro que te ha conducido hasta este destino.
“Mi Nala. Mi garganta está seca. No tengo
palabras. Romperé a llorar, pero muriendo de sed, no hay agua que venga hacia
mis ojos. Arrebatado del reino y riquezas, desnudo, desgastado por el hambre y
la sed, hablas como un hombre enloquecido. Ante los dioses te otorgué a ti la
guirnalda. Cuando hasta Indra y el Señor de la Muerte me cortejaban, yo te
escogí a ti. ¿Cómo he de abandonarte ahora a morir de hambre en un bosque
oscuro, maldito por los dioses?”
“Para un hombre en desgracia no hay amigo
ni medicina que se parezca a la esposa. ¿Cómo puedo ir y dejarte solo y desnudo
en los bosques a que mueras de hambre?”
“Ven. Vayamos con mi padre. Nos dará
refugio. Él te dará la bienvenida como el rey que eres”.
Ahora el bosque estaba oscuro. El sol se
había ido ya, la fría luna se había elevado y el frío caía sobre la tierra.
“No, no puedo”. Dijo Nala. “Pues para quien
ha sido honrado, la deshonra es peor que la muerte. Cómo puedo aparecer ante él
en mi condición actual. Mírame. No tengo ni una tela para cubrir mi desnudez.
Tu padre me vio en mi hora más noble, y ahora soy un miserable”.
“Ven. Vive conmigo y sé el rey de mi hogar
en Vidarbha. Nuestros hijos ya están ahí, los llevó nuestro valiente auriga,
Varsneya. Ahí puedes reunir a tus aliados y marchar en contra del usurpador.
Vence a tu hermano, puedes recuperar el reino”.
“No. Debo hallar mi verdadero destino aquí.
Ya sea que he sido maldito, o no, por los dioses. Pues si los dioses están
enojados, ni tú ni tu padre escaparán de su ira”.
“Entonces no puedo abandonarte. Encontremos
juntos el destino. Los dioses estuvieron complacidos una vez conmigo; tal vez
lo estén de nuevo”.
Nala se conmovió. “Y yo nunca te
abandonaré, mi Princesa”, dijo. Apoyó su hombro contra la gran higuera,
soportándose sobre un codo. Habló lentamente, con la lengua hinchada. “Tal vez
esté loco, o poseído por demonios. No sé por qué he sido impulsado a jugar a
los dados. Tal vez estoy maldito por los dioses o conducido por algún diablo,
pero nunca abandonaré mi amor por ti”.
Los ojos de Nala se pusieron en blanco,
perdía la consciencia.
“No temas que nunca te dejaré, hermosa Damayanti.
Tienes razón: no hay una medicina como una buena esposa. Podré abandonar mi
reino e incluso a mí mismo a la locura, pero nunca te dejaré. Te doy mi
palabra”.
Había entrado ya el frío de la noche. Nala
estaba exhausto. Se había desmayado. Damayanti yacía su cabeza cuidadosamente
en la raíz de la generosa higuera. Y sintiendo pena por su señor caído, rasgó
el borde de su sari de seda y envolvió a Nala con la mitad de su vestimenta,
para que el frío no le matase.
Y así, apenas vestido con la mitad de una
prenda el grande y apuesto rey de Vishadha y la princesa que había sido
solicitada por los dioses durmieron en los brazos de la gran higuera mientras
los tigres acechaban el cruel bosque del exilio. Cuando ellos acostumbraban
dormir en cojines de plumas y almohadas de seda, ahora sólo tenían raíces de un
árbol por almohada. Durmieron con solo la tierra como lecho, medio desnudos en
el cieno, manchados de polvo bajo la luna fría.
Los jabalíes dormían en los arbustos.
Incluso los osos, los ciervos y otras creaturas salvajes que a menudo vagaban
por los bosques yacían dormidos. Damayanti durmió quietamente, acurrucada en
los brazos de Nala, con una raíz por almohada con la fragancia de los jazmines
nocturnos como perfume.
Kali era un espíritu demoniaco. Y los
demonios nunca descansan. El hechizo de Kali estaba en Nala, quien no podía
dormir. Insectos voladores picaban su rostro y manos en la oscuridad. Su piel
ardía, pero su conciencia ardía aún más. ¿Cómo pudo perderlo todo? Por qué
estaba exiliado, cuando su hermano gobernaba ahora su reino. Se quemaba por
vengarse. El croar de las ranas y el canto de los grillos perturbaba su sueño.
Daba vueltas. El espíritu de Kali no le permitía descansar.
Y mientras que Damayanti dormía sobre la
tierra fría, Nala era atormentado en su mente por el espíritu de Kali. Ardía de
rabia y tristeza. Ardía por su reino perdido y los amigos que pronto le
abandonaron. Hambriento y exhausto. Se despertó.
Se sentó, ya no sentía que iba desnudo. Su
mujer había rasgado su ropa, dándole la mitad de su vestimenta. Ató la tela a
sus muslos y miró alrededor. Cuando miraba lo que le rodeaba en la oscuridad,
apenas podía distinguir la senda del bosque. Al oeste estaba Vidarbha, a través
de los valles de la montaña Vindhya. El este conducía hacia lo profundo del
bosque. Su cabeza ardía de rabia. Sus entrañas ardían también de hambre y sed.
“¿Qué sigue?” pensó.
Ahora el espíritu de Kali que habitaba en
Nala lo consumía e inspiraba en él oscuros pensamientos. “Debo irme”, pensó
Nala, “Es mejor que abandone este sitio y tome la senda hacia el bosque.
Damayanti encontrará el camino a su hogar. Si permanece conmigo en el exilio
sólo será peor para ella. ¿Por qué le permití seguirme?”
Escuchó un sonido. ¿Un jabalí salvaje
pasaba por el bosque? Comida. No podía cazar. Se levantó medio vestido, y fue
hacia el sonido. Nada.
Nala miró dormir pacíficamente a su esposa.
“¿Qué si me voy ahora?” Pensó. “Es mejor que me vaya ahora. Ella no escuchará
mis argumentos. Me seguirá hasta la muerte en el exilio. Sería egoísta de mi
parte permitir que ella muera de hambre aquí en el bosque”.
Ahora el cielo estaba gris; la primera luz
no tardaría. Damayanti se podría despertar. Estaba decidido a encontrarse con
su destino en el bosque. Regresar a Vidarbha sólo significaría una humillación
pública. Tarde o temprano los hombres de Pushkar lo cazarían como a un animal.
Sin aliados estaba muerto. Pero Damayanti podía sobrevivir sola. Podía ir hacia
Vidarbha y vivir con sus hijos y el Rey Bhima los protegería. Nala dio unos pasos
hacia el bosque.
Nala miró hacia la senda que tenía delante.
Pronto las creaturas del bosque revolotearían. Los tigres que merodeaban en la
noche despertarían a sus primos que deambularían de día. Juntos buscarían su
presa al igual que los osos, los jabalíes salvajes y otros animales extraños. Y
el hambre y la sed disminuían sus posibilidades de sobrevivir.
“Pero, ¿qué es peor?” pensó, “Morir en el
exilio, abandonado, o abandonar a quien amo? ¿Cómo puedo abandonar a la única
persona que se ha quedado junto a mí en la vergüenza y el exilio? Ella es tan
devota hacia mí que sufriría vergüenza y lesiones, incluso la muerte si me
sigue hacia el olvido. ¿Cómo puedo dejarla?”
Poseído por el fantasma del demonio Kali,
Nala no podía pensar con claridad. Razonaba, “Sin embargo, incluso si me odia,
ama a nuestros hijos. Irá en busca de su padre en Vidarbha. Los dioses la
protegerán. A mi lado, está maldita; sin mí, tal vez sobreviva. Su única
oportunidad de sobrevivir es que la deje. Los dioses una vez la cortejaron.
Ellos podrán protegerla”.
Caminó unos pasos en la senda, se volvió y
dirigió una última mirada hacia su amada. Su alma estaba retorcida por la
influencia de Kali. Seguramente era un pecado abandonar a su esposa a su
destino en el bosque, pensaba con dolor de cabeza. “Y sin embargo, privada de
mí, cuando de seguro se lamente, sin duda irá en busca de su padre a Vidabha,
Mientras que yo, estoy condenado a morir aquí. Es mejor para ambos que me
vaya”.
De este modo, el miserable rey agonizaba al
tomar su decisión. “Ella es mi esposa leal y devota. Desafió a los dioses para
escogerme a mí y darme la guirnalda de matrimonio. Tiene gran poder. Su virtud
es tan grande que nadie se atreverá a herirla, ni siquiera en este bosque
solitario”.
El pensamiento pervertido de Nala no pudo
encontrar otra razón que esa dada por el malvado Kiali. Y por influencia de
Kali la abandonó.
Caminó de vuelta la senda en donde yacía
Damayanti, abrigada por las raíces de la higuera. Hizo a un lado la rama de
jazmines nocturnos que daban cobijo a su frente con su fragancia, y la besó
suavemente. Y deteniendo el aliento, Nala dijo, “Adiós mi amor. Adiós ferviente
mía. Oh esposa bendita; tú a quien ni el sol ni la luna han dañado; cuya gracia
y belleza nunca se desvanece: yaces dormida sobre la tierra fría debido a mis
pecados. Medio vestido estoy pues me has dado la mitad de tu vestido, me has
seguido al cruel exilio. Ve ahora con tu padre. Dile que no soy apto para ser
el padre de tus hijos. Ve y vive en paz. No me sigas más hacia el bosque
oscuro, sino que toma la senda hacia Vidarbha. Que el sol y el viento te
protejan. Que los dioses que una vez te cortejaron como doncella te protejan
ahora como la madre de mis hijos. Ya que eres siempre casta, que tu virtud te
proteja de este bosque salvaje en donde habitan las bestias salvajes y las
serpientes.
Arrodillado, se inclinó sobre Damayanti
quien dormía, olió la fragancia de su pelo y la beso de nuevo en la frente. Se
puso de pie, se marchó.
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